Dossier
Los trabajadores agrícolas pampeanos a principios del siglo XXI. Situación, características y tensiones de una mayoría social invisibilizada
Los trabajadores agrícolas pampeanos a principios del siglo XXI. Situación, características y tensiones de una mayoría social invisibilizada
Estudios Rurales. Publicación del Centro de Estudios de la Argentina Rural, vol. 10, núm. 19, 2020
Universidad Nacional de Quilmes
Recepción: 17 Diciembre 2019
Aprobación: 06 Junio 2020
Resumen: Este artículo aborda la situación y las características de los trabajadores asalariados empleados en el cultivo de soja, maíz y trigo de la zona pampeana argentina a principios del siglo XXI. En base a un investigación que combinó métodos cualitativos y cuantitativos, se ofrece una descripción general acerca de la situación y las características de este grupo especial de trabajadores, atendiendo a su importancia social y su rol productivo; los trazos gruesos de sus condiciones laborales; y, por último, a la trama micropolítica de dispositivos de disciplinamiento y prácticas de resistencia que vinculan de modo contradictorio al capital y al trabajo en este ámbito especial de la producción agropecuaria argentina.
Palabras clave: Asalariados , Agricultura pampeana, Situación , Características, Conflictos.
Keywords: Hired workers, Pampa’s agriculture, Situation, Characteristics, Conflicts
Introducción
Este artículo aborda la situación y las características de los trabajadores asalariados empleados en el cultivo de soja, maíz y trigo de la zona pampeana argentina a principios del siglo XXI. Se trata de un verdadero sujeto oculto del ámbito rural pampeano, invisibilizado por las condiciones laborales en las que se emplea, por sus propias características subjetivas, y fundamentalmente, por las propuestas ideológicas de la subcultura de los agronegocios, que proyectan toda la dinámica y la iniciativa del sector en la innovación tecnológica y la actividad empresarial, en desmedro de la contracara social sobre la que se asientan, dentro de la cual el trabajo manual y las formas de explotación económica de los asalariados cumplen un rol decisivo.
En Argentina existe un acervo de estudios importante sobre los trabajadores asalariados del sector agropecuario nacional (Neiman, 2010). De todos modos, en ese conjunto, la cantidad y la profundidad de las investigaciones sobre los asalariados empleados específicamente en el cultivo de granos resultan acotadas y casi nunca los han tenido como objeto de estudio en profundidad. Luego de los los aportes pioneros de Korinfeld (1981) y Tort (1983), sólo existieron referencias más genéricas en las compilaciones de Neiman (2001 y 2010b) o de Aparicio y Benencia (1999 y 2001), junto a otras contribuciones de Aparicio (2005), Benencia y Quaranta (2006), Neiman et al (2006)Baudrón y Gerardi (2006) y Quaranta (2010) sobre el perfil global de la oferta de trabajo en la región. Otras investigaciones aportaron información parcial sobre este tipo de asalariados, poniendo el eje en los cambios en la demanda de empleo en el sector (Neiman, Bardomás y Quaranta, 2003; Blanco, 2001; Fernández Besada, Cacciamani y Pellegrino, 2010; Preda y Blanco, 2010), pero, de nuevo, sin tenerlos como objeto directo de las indagaciones. Mientras tanto, una de las fuentes que más informó sobre los trabajadores agrícolas pampeanos contemporáneos –aunque también indirectamente– fueron las investigaciones sobre el contratismo de maquinaria (Agüero, Rivarola y Maldonado, 2007; Muzlera, 2012 y 2013; Lombardo y Tort, 2018). Por su parte, los estudios más integrales sobre las transformaciones sociales operadas en el ámbito de la agricultura pampeana a principios del siglo XXI se centraron preferentemente en las mudanzas acaecidas en el ámbito empresario (Barsky y Dávila, 2008; Gras y Hernández, 2009 y 2016; Anlló, Bisang y Campi, 2013), quedando postergada la indagación sobre el mundo del trabajo que emergía como contracara del mismo proceso de cambios. Como resultado, con los estudios sobre trabajadores asalariados desatendiendo relativamente a los ocupados en la producción de granos, y con los estudios sobre los cambios sociales en la producción de granos desatendiendo relativamente a sus trabajadores asalariados, se creó un área de vacancia muy puntual respecto a las características y la situación de los obreros agrícolas en esta región del país, que de algún modo reprodujo en el ámbito académico la invisibilidad social de este tipo de trabajadores.
Este artículo procura contribuir a subsanar esa vacancia, ofreciendo una descripción general acerca de la situación y las características de este grupo especial de trabajadores. Nos propusimos exponer de modo sistemático y sucinto el resumen de una investigación de diez años que apuntó a determinar su importancia social y su rol productivo; describir los trazos gruesos de sus condiciones laborales; y, por último, analizar la trama micropolítica de dispositivos de disciplinamiento y prácticas de resistencia que vinculan de modo contradictorio al capital y al trabajo en este ámbito especial de la producción agropecuaria argentina.
Reponer la figura de un sujeto oculto como estos trabajadores agrícolas no fue sencillo metodológicamente. Por un lado, nos basamos en el abordaje de datos estadísticos. Pero encontrar los contornos de este grupo de asalariados al interior de fuentes cuantitativas orientadas a responder otras preguntas requirió alternativamente del ejercicio de una relectura distinta de información ya publicada, la construcción de nuevos datos a partir de la triangulación diversas estadísticas parciales y hasta la generación propia de nuevas estadísticas puntuales. A la vez, esto podía precisarnos algunas coordenadas clave de la ubicación y el peso demográfico de estos trabajadores en la estructura agraria y en la distribución de las riquezas del sector, pero dejaba pendiente el conocimiento de su interioridad subjetiva y la trama de relaciones sociales de las que esas coordenadas y pautas distributivas eran a la vez producto y productoras.
Para esta segunda dimensión de tipo cualitativa, entonces, apelamos a la recopilación y al análisis de entrevistas a obreros agrícolas bajo la forma de historias de vida y entrevistas en profundidad, con cuestionarios semi estructurados, que compusieron una muestra cualitativa intencional, no aleatoria, intensiva y de casos críticos, diseñada de modo móvil y flexible hasta alcanzar límites de saturación como criterio de representatividad. Ésta fue conformándose primero con la asistencia de informantes clave y luego con la participación de los propios trabajadores, hasta mapear los distintos tipos de empresas en las que estaban nucleados, sus especializaciones, sus ciclos laborales, su localización, sus trayectorias territoriales y sus modos de vida, intentando captar la mayor cantidad de variantes situacionales.[1] Esto se hizo, a su vez, en un recorte territorial de tres niveles: una zona crítica compuesta por dos partidos arquetípicos en el corazón maicero y sojero de la pampa húmeda (Pergamino, en Buenos Aires; y Caseros, en Santa Fe); cinco zonas de control dentro del mismo área (Salto y Mercedes, en Buenos Aires; San Jerónimo, en Santa Fe; y Marcos Juárez e Inriville en Córdoba); y cinco partidos más fuera de la subzona predominantemente agrícola: tres al noroeste (Carlos Tejedor, Carlos Casares y Rivadavia) y dos al sur bonaerense (Coronel Dorrego y Coronel Pringles). En total, entrevistamos a 54 trabajadores, 5 líderes sindicales y políticos locales; 24 contratistas y/o productores en su carácter de patrones; 4 asalariados familiares; y 8 informantes clave vinculados a las comunidades y la producción agrícola del interior pampeano, componiendo un acervo testimonial de casi 100 entrevistas.
Un tipo especial de trabajadores rurales: recorte de función y subcultura
Los trabajadores asalariados de la agricultura pampeana son quienes conducen la mayor parte de las maquinarias para sembrar, fertilizar, fumigar por tierra y cosechar granos, así como para sembrar, realizar cuidados y enfardar forrajes. En efecto, una primera línea de ocultamiento visual de este tipo de asalariados la constituyen esas mismas maquinarias de gran porte, que concentran la atención de propios y extraños al mundo social agrario, en desmedro de las características y la condición social de los hombres que las hacen funcionar. Estos asalariados son conocidos popularmente como choferes de tractores o cosechadoras, mecánicos tractoristas, empleados de trilla, o simplemente tractoristas y maquinistas. Sus tareas, su oficio y su subcultura fierrera dentro del mundo obrero rural los distinguen de otros trabajadores del campo que trabajan literalmente con sus manos, con herramientas simples o de a caballo, vinculándose a otro tipo de tradiciones. Estos saberes retroalimentados en los ámbitos de esta subcultura mecánica los hacen difícilmente reemplazables por parte de sus empleadores. De ahí que más que en su número escaso o en su casi inexistente organización colectiva, los trabajadores agrícolas basen su poder de negociación precisamente en estas calificaciones especiales. Y a la inversa, del lado patronal, las estrategias de subordinación del trabajo están menos basadas en la amenaza de despido que en la fidelización del personal, así como en tácticas para asediar y desarmar el poder del oficio a través de la automatización de tareas, apuntando a abaratar el precio del tipo especial de fuerza de trabajo que necesitan.
Importancia social de los trabajadores en la agricultura pampeana
Contra lo que sugiere su relativa invisibilización, el conjunto de los trabajadores asalariados son la mayoría demográfica entre las personas ocupadas en el agro pampeano. De allí, justamente, que su carácter de sujeto oculto resulte tan llamativo. O más bien, sintomático. Los censos de población indican que nunca fueron menos de la mitad de la población ocupada en el ámbito rural por lo menos desde la década de 1970.[2] Y si bien desde entonces su número absoluto siguió descendiendo, el de los trabajadores familiares lo hizo en mayor medida, incrementando la importancia demográfica relativa de los obreros asalariados (Villulla, 2010).
De acuerdo al último censo de población de 2010, los trabajadores en relación de dependencia representaban prácticamente el 60% de todas las personas ocupadas en el sector agropecuario pampeano (ver Cuadro 1). Si excluimos a la categoría de los patrones como parte del trabajo manual, es decir, como parte de la mano de obra propiamente dicha, la importancia relativa de los obreros asalariados se amplía aún más, hasta llegar al 70% de las personas que se definieron como trabajadoras, quedando el otro 30% para las categorías de trabajadores por cuenta propia y trabajadores familiares no remunerados. Es probable que una parte a determinar de quienes fueron rotulados como patrones participen de todos modos en el trabajo manual y a la vez empleen determinada cantidad de asalariados, amortiguando y relativizando estas proporciones. Pero, en cualquier caso, ello no modifica los trazos gruesos que nos marcan las estadísticas: a principios del siglo XXI, los trabajadores asalariados representan entre el 60 y el 70% de las personas ocupadas en el agro.
Población económicamente activa del sector agropecuario según categoría ocupacional. Región pampeana, 2010
Elaboración propia en base a INDEC, Censos de Población, Vivienda y Hogares 2010
Población económicamente activa del sector agropecuario según categoría ocupacional. Región pampeana, 2010.
Elaboración propia en base a INDEC, Censos de Población, Vivienda y Hogares 2010.En el caso específico de la producción de granos, actualmente los trabajadores registrados abocados a la operación de maquinaria agrícola suman alrededor de 50.000 asalariados, mientras que las empresas rubricadas específicamente como productoras de granos y oleaginosas suman 15.200.[3] De este esquema binario, sin lugar para los matices entre los productores familiares y los grandes capitales del sector, se desprende que los asalariados específicamente abocados a los granos representan el 77% de los ocupados en este subsector, mientras que los propietarios representan el 23% restante. En una palabra, al igual que en el conjunto de la estructura social del agro pampeano –que incluía a todas sus actividades productivas– los datos formales sobre altas de empleados y empresas específicamente en el subsector de cereales y oleaginosas, también apuntan a un claro predominio de los trabajadores asalariados sobre los autónomos o propietarios. A estos guarismos habrán de sumarse los trabajadores no registrados que, como veremos en breve, si bien no son la mayoría, de contabilizarse podrían ampliar aún más la diferencia a favor de los asalariados respecto a otros sujetos sociales que toman parte en el cultivo de granos.
Rol productivo de los asalariados en las cosechas récord
Además de conformar esta mayoría social, los trabajadores asalariados son los principales productores directos de los granos. De modo que, a su importancia demográfica, se agrega su rol clave en términos económicos. Para echar luz sobre este punto no existen estadísticas tan directas, y rearmar el rol productivo de los obreros asalariados nos requiere el esfuerzo triangular una serie de datos parciales. En primer lugar, es necesario reconocer que la producción agrícola pampeana se encuentra concentrada en un grupo muy reducido de firmas de tipo empresarial. En el caso de la soja, principal producción agrícola de la región, un 10% de explotaciones de más de 1.000 hectáreas controla la comercialización del 80% de la oleaginosa y el cultivo de no menos de 3 millones de hectáreas en el país (Barsky y Dávila, 2008; Fernández, 2018). Reconstruir el modo de organización del trabajo de estas empresas sojeras equivale, entonces, a explicar quién produce directamente el valor económico representado por más de dos tercios de la producción agrícola de la región. Allí nos centramos.
Un estudio de Lódola y Brigo (2013) indica que estas grandes firmas organizan el trabajo basándose en distintas modalidades de intermediación laboral. En la producción de granos, estas variantes se distinguen de otras más difundidas en cultivos de cosecha manual –caracterizadas por movilizar básicamente contingentes de mano de obra en forma de cuadrillas–, por el hecho de que los intermediarios aportan también parte de la inversión en capital, en forma de máquinas herramientas. Así, los grandes inversores se desentienden tanto de la contratación directa de obreros como de la inversión en maquinaria. Este tipo de empresas absorbe el 80% de la demanda de empresas contratistas –propietarias de la maquinaria y empleadoras directas del personal–, las cuales les facturan los servicios nada menos que de sembrar, aplicar agroquímicos y cosechar.[4] Eso es consistente con los datos que maneja la propia asociación nacional de contratistas, la Federación Argentina de Contratistas de Maquinaria Agrícola (FACMA), según la cual sus representados están a cargo de la organización operativa del 80% de las cosechas y el 65% de las siembras.[5] Además, es importante agregar que los contratistas también son convocados por pequeños o medianos productores agrícolas descapitalizados que, a través de la toma de servicios de maquinaria, acceden al uso de bienes de capital sin necesidad de adquirirlos (Tort, 1983; Muzlera, 2013). Por lo tanto, dada la generalización de este sistema, comprender cómo organizan el trabajo manual los contratistas nos permite reconstruir las relaciones sociales sobre las que se basan las proporciones decisivas de las cosechas récord.
En este sentido, sucede que la mano de obra predominante en las empresas contratistas es asalariada. Es por eso que los arreglos del contratismo no se limitan a la relación entre los propietarios de algún tipo de medio de producción –tierras, insumos o maquinarias–, sino que involucran también a los obreros asalariados del sector. Dicho en otras palabras, los capitales que concentran no menos del 80% de los granos se basan en el trabajo de miles de asalariados, aunque empleados indirectamente a través de otros miles de contratistas de maquinaria. Esto nos pone frente a un mapa de relaciones y sujetos sociales completamente diferente y, sobre todo, nos permite desocultar a los trabajadores asalariados del sector y al mundo del trabajo que emerge como contracara de los agronegocios.
Una encuesta oficial realizada en la provincia de Buenos Aires indica que los asalariados representan entre un 70% y un 60% de las personas ocupadas en las firmas contratistas, siendo siempre predominantes por sobre las categorías de propietarios.[6] Una encuesta más detallada y reciente[7] nos permitió inferir que entre 302 contratistas encuestados habían empleado en total a 1.093 trabajadores asalariados –repartidos entre 446 permanentes y 647 transitorios–, y a 422 asalariados familiares –repartidos entre 172 fijos y 250 transitorios–, visibilizando nuevamente que en el mundo del contratismo los trabajadores asalariados (60%) predominan sobre los propietarios y los trabajadores familiares en su conjunto (40%), sean asalariados o beneficiarios del conjunto de los ingresos de una firma familiar.
En suma, de acuerdo a muy diversas fuentes, los trabajadores asalariados representan la mayoría demográfica entre los ocupados del conjunto del sector agropecuario pampeano, y también específicamente en el subsector de la producción de granos. Además, si superamos analíticamente una primera imagen que ofrece el contratismo como un vínculo entre propietarios –de tierras, máquinas o capital en general–, es posible verificar que se trata de una mediación especial entre la cúpula empresarial y los trabajadores asalariados de la agricultura, que así devienen no sólo en una mayoría demográfica, sino también en los principales productores directos del sector.
Condiciones laborales: precariedad, fragmentación y ausencia
De lo anterior se desprende que la mayoría de los trabajadores ocupados en la producción de granos son empleados bajo formas de intermediación laboral. El contratismo, como tipo específico de intermediación, constituye otra de las causas de la invisibilización de los trabajadores asalariados en la agricultura y es el telón de fondo sobre el cual se dibujan el conjunto de sus condiciones laborales: desde la forma de contratación y pago, hasta su movilidad en el territorio; el calendario de sus ciclos ocupacionales y la intensidad de su jornada laboral; su dispersión en pequeños grupos y su relativo aislamiento entre sí y respecto de otros colectivos de trabajadores.
Ciertamente, los grupos de obreros rurales reunidos por los contratistas son relativamente reducidos, generalmente de entre 4 y 8 personas. Por un lado, porque se trata de una producción altamente mecanizada poco demandante de mano de obra. Pero fundamentalmente, porque el contratismo en la pampa argentina se liga a la transformación descentralizada, masiva y espontánea de decenas de miles de pequeños y medianos productores capitalizados en prestadores de servicios, sin que éstos fuesen creados directamente por los grandes capitales para tercerizar la producción.[8] De ahí que la concentración del capital en el agro pampeano no se tradujera en una concentración equivalente de los trabajadores bajo el mando o la paga directa de una misma gran empresa. Por el contrario, el contratismo neutralizó los efectos de esa concentración del capital por el lado del trabajo, dispersando a los obreros en grupos muy reducidos, a cargo de decenas de miles de pequeños y medianos empleadores directos.
En su mayoría, este tipo de trabajadores se encuentra empleado de modo formal. Es decir, en blanco. No obstante, este sistema de intermediación a demanda implica que, aunque sean empleados permanentes o registrados, no necesariamente trabajen todos los años ni en el mismo campo, ni en la misma zona o la misma cantidad de tiempo, conformando una situación de precariedad laboral. Esto no tanto en términos de trabajo en negro sino en relación a su incerteza sobre las posibilidades de ocuparse y sobre los ingresos con los que contarán en el mediano plazo[9]. Además, entre los trabajadores agrícolas empleados en este sistema predominan los empleados temporarios por sobre los permanentes, lo cual agrava aún más este problema.
Sucede que las empresas contratistas no necesariamente realizan todas las tareas agrícolas a lo largo del año, sino que se especializan sólo en sembrar, en aplicar agroquímicos o en cosechar. Como resultado, se configura un cuadro muy heterogéneo en cuanto a las modalidades de organización del trabajo que tiene cada una de ellas. Y de conjunto, tiende a acortarse el tiempo del año en que los contratistas demandan el empleo de los operarios. A esta especialización se suma la reducción continua de los tiempos de trabajo por hectárea, fruto de la utilización de maquinarias cada vez más grandes. Además, la creciente homogeneidad productiva de la agricultura impide combinar diversos trabajos ocasionales en distintos cultivos. Por eso los asalariados protagonizan ciclos de ocupación agrícola cada vez más cortos en el radio de una misma zona. En algunos casos, los trabajadores compensan esto empleándose en otras actividades agrarias o urbanas, lo cual consolida su precariedad laboral. En otros casos, para mantener su ocupación en el tiempo, aumentan su movilidad territorial, trabajando más hectáreas, para más firmas, ubicadas a distancias cada vez mayores a medida que maduran los cultivos, lo cual no depende tanto de sus propias estrategias como de las de los contratistas que los empleen. Entre los trabajadores que se embarcan en estas travesías hay quienes se ausentan de sus hogares por mucho tiempo, llegando a pasar hasta 6 u 8 meses viviendo de campamento en casillas, junto a su patrón y sus compañeros de trabajo, lejos de sus familiares, afectos y ámbitos de sociabilidad, creando complejas situaciones personales y una tensión permanente en el ámbito laboral, como un ruido de fondo a miles de kilómetros de casa. Por último, sobre todo en el caso de los conductores cosechadoras más calificados, sus empleadores los mantienen ocupados realizando tareas de mantenimiento durante los meses del año en los que no hay trabajo a campo, completando un empleo anual más estable que el de sus compañeros temporarios u ocasionales.
Esto configura un mapa de fuertes heterogeneidades al interior de este tipo de trabajadores. Ya no sólo por los diversos calendarios de ocupación, especializaciones y movilidades territoriales de las firmas que los emplean, sino porque aún dentro de los pequeños grupos de trabajo de una misma firma pueden verificarse diferencias en cuanto a las modalidades de contratación, formas de pago y niveles salariales de distintos tipos de operarios, según sean permanentes o temporarios, con mayores o menores calificaciones, y hasta según su actitud ante los patrones, como veremos en breve. En suma, contra lo que indicarían los datos macro sobre la concentración del capital y la asalarización del trabajo, estas condiciones laborales no reúnen a los asalariados en el tiempo y en el espacio en una situación relativamente homogénea, sino que los dispersa y los fragmenta por múltiples vías, aunque atraviesen globalmente una situación común, signada por la precarización laboral y la invisibilidad social.
Formas y niveles del salario: las cifras de la explotación económica
Por su trabajo sobre las maquinarias, los trabajadores agrícolas reciben remuneraciones por mes o temporada bajo un sistema de destajo. Es decir, montos mayores o menores de dinero según la cantidad de hectáreas que trabajan, o los rendimientos de los cultivos sobre los que trabajaron. El único momento en que reciben una remuneración fija mensual –en general, la mínima mensual que establece su convenio– es cuando se mantienen ocupados en tareas de mantenimiento sobre las máquinas en los galpones, cosa que sólo hacen los empleados permanentes. El hecho es que al finalizar un mes o una temporada de cosecha, siembra o aplicación de agroquímicos, los trabajadores reciben sumas relativamente grandes de dinero, de una sola vez, abonando la idea frecuente en el mundo social agrario de que estos maquinistas reciben salarios altos o mucho más elevados que los de su convenio oficial. Convenio que, además, entre los obreros manuales del campo, reserva el lugar más alto de la escala salarial precisamente a los conductores de cosechadoras y tractores empleados en el maíz, la soja o el trigo. De modo que, en esta imagen, los empleadores de la agricultura pagarían remuneraciones superiores al convenio más alto de su sector.
Sin embargo, al traducir esos meses o temporadas en cantidades de horas trabajadas, es posible verificar que están hechas de jornadas prolongadísimas, de 12, 16 o hasta 24 horas sin incluimos las horas de trabajo pasivo en el espacio laboral. Sucede que, como hemos descripto antes, en tiempos de siembra o cosecha los operarios se quedan a dormir en casillas, en los establecimientos para los que están trabajando, lejos de sus hogares y a disposición pasiva del patrón.[10] Entonces, cuando se prorratean los montos de dinero del mes o la temporada que declaran recibir los obreros por la cantidad de horas que trabajan en esas condiciones, según se trate de 12 o 24 horas, el precio horario de su fuerza de trabajo tiende a coincidir casi exactamente con el que se prevé oficialmente cada año para una jornada de 8 horas, 6 días a la semana, lo cual redunda en los montos mensuales del convenio.[11] Esto significa que los trabajadores de la agricultura cobran por hora de trabajo básicamente lo que indica su convenio, aunque mensualmente reciban más dinero porque trabajan más horas, bajo formas de destajo; lo cual revalida las referencias oficiales del convenio formal, haciendo comparables sus ingresos con otros parámetros elementales, como la canasta básica familiar o los salarios de otros trabajadores.
Como evidencia el Cuadro 2 más abajo, una primera comparación de los salarios oficiales con los valores de la canasta básica total familiar de la zona pampeana (CBTF)[12] indica que, de trabajar 8 horas diarias a ese precio horario de la fuerza de trabajo, ninguno de los obreros mejor remunerados del campo argentino hubiese alcanzado la canasta básica familiar entre 2000 y 2013. A la vez, es elocuente que las mayores diferencias entre las remuneraciones obreras y sus necesidades se encuentren entre 2002 y 2007, durante epicentro temporal de la expansión del agronegocio a principios de este siglo, cuando en promedio el precio horario de su trabajo se ubicó un 34% debajo de la línea de pobreza. Luego de un achicamiento de la brecha a partir de 2008, es destacable la mejora en el salario real luego de 2012, cuando las remuneraciones mensuales oficiales alcanzan y superan la CBT familiar a pesar del contexto fuertemente inflacionario de esos años, revirtiendo del todo el signo de la diferencia. Por último, luego del pico de 2016 (26% por encima de la CBTF), se observa una tendencia bajista importante en el salario real de los operarios de maquinaria, que devuelve los mejores salarios del campo a la condición de remuneraciones por debajo de la línea de pobreza (-8%) en 2019.
Salarios netos oficiales de la Comisión Nacional de Trabajo Agrario (CNTA) para la categoría de Mecánico tractorista versus Canasta Básica Total Familiar (CBTF), en pesos corrientes y porcentajes. 2000-2019
Elaboración propia en base a CNTA y DPEC de San Luis.* Datos de inflación parciales a agosto de 2019Más allá del tipo de cambio y de los precios internacionales de los granos, hasta 2012, los salarios mensuales oficiales, en pesos, no alcanzaban la CBT familiar. Es decir, en la producción de granos, uno de los sectores más rentables de la economía nacional que comercializa la producción con referencias dolarizadas en el exterior, los salarios reales medidos en la moneda local estuvieron por debajo de la línea de pobreza la mayor parte del período.[13] Esto no significa que los asalariados agrícolas no alcanzarán su canasta familiar, e incluso que con sus remuneraciones no pudieran comprarse un auto o un terreno al final de una buena temporada, como exhiben muchas veces sus empleadores. El problema es que, dado ese precio horario de la fuerza de trabajo, están obligados a trabajar mucho más que 8 horas diarias para conseguirlo.
Dispositivos patronales de disciplinamiento
La legitimidad de la autoridad patronal en los equipos de trabajo no descansa sólo en la cercanía social que le dan las pequeñas escalas de personal. Requiere también de estrategias deliberadas para tejer poder de mando sobre los empleados, así como para garantizarse el adecuado abastecimiento y rendimiento de mano de obra en los momentos necesarios sin desembolsos extra de dinero. Como parte de ese repertorio de dispositivos de disciplinamiento –lo hemos visto antes– el destajo cumple un rol trascendental para alinear a los operarios con los objetivos de la producción y la productividad. Esto es lo lógico en estas formas de pago. Pero aquí hay algo más: no se trata de un premio por encima de un salario normal, sino que, en este caso, los salarios bajos del convenio oficial inducen a los obreros este esfuerzo extraordinario sólo para conseguir ingresos anuales normales. Por otro lado, este arreglo aparentemente extraoficial permite a los empleadores presentar como favor u oportunidad algo que a los trabajadores les corresponde por derecho, ubicándolos en una situación asimétrica de falsa deuda con ellos. Por eso no se trata sólo de un mecanismo de abaratamiento de la fuerza de trabajo, sino también de un dispositivo micropolítico de poder. Esta deuda es falsa porque, en primer lugar, como hemos comprobado, el precio de la hora de trabajo no se abona a un valor mayor de lo que indica el convenio, sino que se abona a un valor igual o incluso inferior, si tenemos en cuenta que no se pagan las horas extra después de las 8 horas ni domingos o feriados. Por otro lado, a excepción de los pocos años que hemos analizado, en general el precio oficial de la hora de trabajo se paga por menos de lo que vale, ya que trabajando las 8 horas legales queda por debajo de lo que necesitan para cubrir una canasta básica familiar. Es decir, se paga por debajo del costo de reproducción de la fuerza de trabajo. Por último, los arreglos informales del destajo en general también implican mayor tiempo de trabajo –en horas, días o meses–, de modo que en definitiva los empleadores también obtienen un beneficio extra por su favor, en la medida en que así no hacen otra cosa que prolongar en el tiempo la explotación económica de la mano de obra.
Los trabajadores se ven envueltos en otros mecanismos similares de condicionamiento bajo formas de favor y falsa deuda. Hemos verificado que su vivienda, por ejemplo, persiste en muchas localidades del interior pampeano como un vehículo de condicionamiento personal cuando sus empleadores abonan mes a mes su alquiler, se las compran y se cobran su préstamo en trabajo, o con el mismo sistema toman créditos hipotecarios a su nombre. Esto es llamativo precisamente porque la urbanización de los trabajadores agrícolas podría haberlos liberado, en principio, del tipo de condicionamiento que soportaban cuando vivían en los mismos establecimientos en que trabajaban como peones permanentes. En las nuevas modalidades de lo mismo, los asalariados deben pagar con trabajo y a lo largo de los años estos nuevos favores, tanto en su aspecto económico –devolviendo el dinero–, como en el político –devolviendo el favor con lealtad–. Al mismo tiempo, ello opera como un fuerte dispositivo patronal de premios y castigos hacia a un mismo grupo de trabajadores, inscripta entre otras tantas prácticas orientadas a dividirlos, ya que algunos son premiados con este favor –los más leales o calificados–, y otros, mientras no cumplan alguno de esos requisitos, no recibirán este beneficio de doble filo.
El rostro benevolente de estas formas de paternalismo no excluye mecanismos de vigilancia y disciplinamiento. Entre ellos, los patrones emplean un riguroso bilateralismo para negociar o solucionar conflictos con los obreros. Esto, naturalmente, supone y estimula la división del personal, evita demandas colectivas, obstruye solidaridades horizontales entre asalariados y, por el contrario, reconcentra en el patrón toda la iniciativa sobre lo que acontece o deja de acontecer en la vida de la empresa, de modo de reforzar subjetivamente los lazos de dependencia para con él. A la vez, eso suele derivar lisa y llanamente en el tabicamiento de las conversaciones de los obreros con los empleadores, en la medida en que, interiorizando este bilateralismo y la relación asimétrica entre sus polos, los asalariados mantienen reserva respecto a sus compañeros sobre el contenido de su arreglo personal con el patrón. Como consecuencia del mismo fenómeno, productores o contratistas consiguen granjearse al apoyo de algunos de sus dependientes para transformarse en capataces informales en el seno del grupo de trabajadores, para observar y reportar movimientos que amenacen los intereses que creen compartir –o comparten– con sus empleadores.
Por último, los mecanismos de la vigilancia sobre los obreros agrícolas no se agotan en el lugar de trabajo, sino que se extienden a las localidades y a las zonas de donde provienen, y abarcan también sus historias de vida. En efecto, la personalización del mercado laboral permite a un patrón una identificación del carácter y la trayectoria individual de cada operario antes de emplearlo él mismo. De este modo, los asalariados se desenvuelven en una empresa a sabiendas de que lo que hagan allí será tarde o temprano conocido por otros patrones, pudiendo condicionar su futuro laboral más allá del empleador puntual con el que estén trabajando en un momento.
Expresiones de resistencia obrera: micropolíticas de la preservación
A principios del siglo XXI, los trabajadores asalariados de la agricultura pampeana no han protagonizado grandes conflictos obrero-rurales como los registrados en otros períodos del siglo pasado. Esto no expresa tanto una armonización económica de los intereses de empleados y patrones, sino más bien la relativa eficacia de las estrategias de disciplinamiento que analizábamos, sumado a los condicionamientos que implica su dispersión objetiva en el tiempo y en el espacio y la personalización de los vínculos laborales en los pequeños grupos de hombres que componen los equipos de contratistas. Además, hace décadas que este segmento de operarios de maquinaria tampoco cuenta con apoyo sindical externo en cuanto a información, capacitación, soporte legal y/o moral, ni como espacio de pertenencia colectiva.
En este contexto adverso a grandes choques de clase, los trabajadores se dan a sí mismos formas muy especiales de contestación con las cuales expresar sus descontentos o forzar cambios en sus condiciones de trabajo, que no responden ni a las condiciones de emergencia de la conflictividad entre otros colectivos de trabajadores –como en la industria, los servicios, u otros grupos de trabajadores rurales–, ni a las formas más usuales y visibles de las tradiciones político sindicales más contestatarias. De hecho, la mayor parte de las manifestaciones de los obreros agrícolas contemporáneos son directamente individuales, lo cual les confiere un carácter limitado, inconexo y poco trascendente, aunque a la vez muy significativo en el marco de las condiciones tan adversas en que las elaboran. Se trata de expresiones poco convencionales, sobre las que prácticamente no existen documentos escritos que dejen testimonio, acotadas al ámbito laboral o a sus localidades, realizadas sin demasiados testigos en medio del aislamiento de la producción agrícola maquinizada, y con niveles de confrontación y trascendencia social relativamente bajos. Esto no quiere decir que estas formas de resistencia sean ineficaces. Acaso lo son en el sentido de que no logran transformar a gran escala –es decir, para más de un trabajador o un grupo de ellos– alguno de los elementos que hacen a los trazos gruesos de si situación. Pero su proximidad social con los empleadores también posibilita –o impone, limitándolos– planteos reivindicativos cara a cara ante ellos, del mismo modo que conseguir ciertas mejoras sin necesidad de mediaciones gremiales o estatales, ni medidas de fuerza para captar su atención o la de la opinión pública. Es decir, la eficacia de estas modalidades de protesta es relativa a la pequeña escala de sus objetivos y a la excepcionalidad de su trama de constreñimientos.
Entre estas modalidades de resistencia a adaptarse sin más a las necesidades del capital, las más audaces son las que intentan construir agrupamientos o coordinar acciones entre trabajadores de distintas empresas en una localidad o en diferentes zonas. Se trata de experiencias de nucleamiento que apuntalan la autonomía subjetiva respecto a los patrones y que fundamentalmente rompen el tabicamiento al que los somete el propio régimen laboral. Algunas de las experiencias que recogimos a través de testimonios obreros y patronales fueron las de operarios que se propusieron acordar compromisos solidarios de remuneraciones mínimas entre todos los que residían en una localidad, de modo de influir colectiva y deliberadamente en el mercado de trabajo. En general, experiencias como esas no son apuntaladas por ninguna fuerza política o sindical, lo cual contribuye a su aislamiento y, eventualmente, a su posterior derrota. Por el contrario, cuando junto al ánimo de asociación de ciertos obreros existe la presencia de cuadros gremiales o políticos experimentados, capaces de ayudar a que se organicen de modo más cohesionado y eficaz, los resultados y las perspectivas de sus demandas son más sólidas, revelando el potencial de lo que en principio se mostraba incapaz de forzar cambios. Naturalmente, eso también genera respuestas más drásticas desde el polo patronal. Y por eso, en definitiva, en esos escenarios la lucha entre el capital y el trabajo pasa a un plano superior.
De todos modos, la fuerte dispersión obrera y el sistema de negociaciones bilaterales, separadas unas de otras, disminuyen sustancialmente el poder de fuego del conjunto de los obreros para modificar demasiado los términos globales de sus condiciones laborales. En medio de la impotencia, muchos operarios abandonan la pulseada y dejan su puesto individualmente, con la expectativa de encontrar una mejor posición con otro empleador. Dependiendo de los motivos, no es imposible interpretar este tipo de renuncia individual como una práctica que expresa los descontentos con determinadas condiciones laborales. Además, ejercida por goteo y a través del tiempo, fuerza a los patroneas a realizar algunos cambios en el trato a su personal.
La más radicalizada de las modalidades de renuncia consiste en la fuga intempestiva, es decir, en abandonar los equipos de trabajo en plena campaña, cuando se encuentran en medio del campo a cientos o a miles de kilómetros de casa. Esto puede significar un golpe significativo a un empleador contratista, que no siempre consigue un reemplazo inmediato para el operario que se ha ido: puede caer en el incumplimiento de sus plazos con uno o más clientes, dejar de cobrar las tarifas previstas, y entrar en una cadena de defaults con proveedores que arruinen su presupuesto anual y su reputación. En el caso de los productores, los efectos en cadena son menores, pero en el apuro de la cosecha las consecuencias de un atraso pueden ser también importantes. Además, esta reacción obrera no necesariamente está motivada por causas estrictamente económicas. Más bien, la fuga intempestiva se practica por lo que se considera algún tipo afrenta a la dignidad personal. Entre otras cosas, esto puede expresarse en la desatención reiterada de las más mínimas demandas planteadas por el personal -como la provisión de comida o bebidas adecuadas y a tiempo–, o un exceso de autoritarismo y destrato más general dispensado por los propietarios. En última instancia, en ausencia de conflictos salariales de importancia, el abandono del trabajo es una de las pocas cartas con que cuentan los obreros para obtener mejoras de su empleador, o conseguir algo mejor con otro. Si sus condiciones de trabajo no son aún peores, se debe al ejercicio de esta práctica empleada con un sentido extorsivo, hasta donde lo permitan las condiciones generales de la oferta y la demanda en su mercado laboral. Por eso, aunque la fuga y la renuncia aparenten ser lo contrario de una forma de resistencia, su ejercicio a través del tiempo –aunque siempre sea descoordinado–, obliga a ciertos cambios de conducta por parte de los patrones.
Una modalidad de confrontación individual muy acusada, que los cambios en la legislación sobre el trabajo rural fueron forzando a abandonar, fueron los juicios laborales. En la provincia de Buenos Aires se conservan estadísticas sobre los litigios obrero-rurales durante los veinte años que van desde 1977 a 1997. La mayor parte de estas demandas fueron hechas durante la última dictadura. Es decir, antes de que cambiara la legislación en la que se amparaban los trabajadores para encarar demandas contra sus empleadores o ex empleadores, y en el marco de una ofensiva patronal que todavía convivía con las viejas conquistas legales de mediados del siglo XX. Removido ese obstáculo para el capital en 1980, las demandas obreras no pararon de descender. Y así, desde los años 90, los juicios laborales se redujeron al mínimo, entre otras cosas, fruto de la desprotección legal que sufrían los asalariados.
También en diálogo con las formas de resistencia obrera de los años 60 y 70, aunque mudando su significado, la rotura deliberada de herramientas es parte del repertorio contemporáneo de las manifestaciones de descontento por parte de los operarios de maquinaria agrícola. Antes de la generalización del contratismo y el destajo, cuando aún eran muchos los peones permanentes en relación de dependencia directa de estancias o explotaciones agrícolas –es decir, hasta los años 70 y 80– la rotura de los equipos tenía un sentido más similar al que se le otorga en los establecimientos fabriles, es decir, interrumpir forzosamente el trabajo. A través del contratismo, con sus pequeñas escalas de personal y sin ninguna gran extensión fija que custodiar en el territorio, los patrones se jactaron de haber disminuido sensiblemente esas prácticas. Además, el destajo comprometió a la mayoría de los trabajadores con el resultado de la producción. Por lo tanto, no sólo previno el vandalismo, sino que indujo a los peones a cuidar las herramientas como propias, e incluso a entablar reclamos para su renovación con el objetivo de optimizar el trabajo. Algo impensable treinta años atrás. No obstante, la rotura de máquinas sigue siendo parte de los modos de contestación de los obreros agrícolas. Más que interrumpir el trabajo, el sentido de estos atentados es ofrecer una revancha sutil pero clara a los patrones, quienes sin poder acusar a los obreros de forma incontrastable ni descontarles dinero por el desperfecto, deben destinar sumas considerables a la reparación de los instrumentos de labor. Así, mientras en un principio se trataba de una suerte de boicot para aminorar o detener el ritmo de trabajo –lo cual reportaba un beneficio para quien la practicaba–, en la actualidad la rotura de herramientas es empleada predominantemente como un acto de desagravio, que perjudica los intereses del patrón, pero que no necesariamente favorece a ningún trabajador.
Por último, algunos obreros agrícolas mantienen la práctica de los hurtos a la propiedad del patrón. Ella también tiene una larga historia vinculada a los establecimientos de grandes dimensiones de antaño, que concentraban numerosos peones fijos bajo un mismo mando, antes de la generalización del contratismo. Allí y entonces, la vigilancia del personal y el cuidado de las cosas se hacían bastante más difíciles, y detectar los faltantes era tarea casi imposible para propietarios o capataces. Cuando los obreros agrícolas pasaron a empelarse predominantemente en empresas contratistas, la modalidad del hurto se dificultó por la observación más cercana de patrones más pequeños, e incluso por la menor cantidad de herramientas e insumos que pudieron ser objeto de sustracción. Aquí los obreros que lo ejercen no tienen la intención de entregar ningún mensaje a los patrones, sino que –al contrario– lo realizan intentando que no los descubran en absoluto. El contenido resistencial de esta práctica reside menos en su carácter confrontativo que en lo contrario. Es decir, en el ocultamiento al patrón de una práctica en contra suyo y en la desidentificación de sus intereses con los de los trabajadores.
Conclusiones
Los trabajadores asalariados de la agricultura pampeana se recortan como un grupo especial de obreros rurales en términos de sus tareas, de su oficio, y de su subcultura fierrera, vinculada a su rol como conductores de sembradoras, cosechadoras y aplicadoras de agroquímicos. Como asalariados, forman parte de una clara mayoría social entre los distintos tipos de trabajadores que se ocupan en el sector agropecuario de la región –entre el 60 y el 70% de la población económicamente activa–, y también específicamente en el cultivo de granos –60% de los ocupados en firmas contratistas–, donde se destacan como los principales productores directos de las cosechas récord. A pesar de esta importancia social y productiva, los trabajadores agrícolas constituyen un sujeto oculto en el mapa de actores del agro pampeano. Parte de esa invisibilidad social se explica por sus propias condiciones laborales. En general, los operarios de maquinaria se encuentran implicados en una forma peculiar de intermediación laboral, el llamado contratismo de servicios de maquinaria, que disocia en la percepción de propios y extraños a dos aspectos inseparables del proceso real de funcionamiento de los agronegocios: la acumulación de capital y la explotación del trabajo. El ocultamiento del trabajo y los trabajadores distorsiona, a la vez, la naturaleza del conjunto de los agronegocios y las contradicciones sociales sobre las que se asienta. El contratismo contribuye a ello, ya que fragmenta a la mayoría social de trabajadores asalariados en grupos muy reducidos de hombres, dispersos en el tiempo y en el espacio, alejados de otros como ellos y también de sus hogares y espacios de sociabilidad, y sujetos a distintas condiciones de empleo dentro mismo de los pequeños grupos de los que participan. Es decir, se trata de un colectivo de asalariados fragmentado vertical y horizontalmente, cuyo régimen de trabajo los mantiene fuera del espectro visual de otros como ellos y de las comunidades de las que forman parte, pero a la vez, los retiene siempre a la vista de sus patrones. Además, esta fragmentación y la cercanía social que propicia entre empleadores y empleados, contribuye a la implementación de dispositivos deliberados de disciplinamiento de la mano de obra, basados en modalidades de paternalismo –que apuntan a dejar a los trabajadores en deuda económica y micropolítica con sus patrones– o de vigilancia lisa y llana, en el marco de relaciones laborales y mercados de trabajo personalizados. Estos dispositivos de fidelización y disciplinamiento tienen efectos económicos, abaratando la mano de obra para el conjunto del capital agrícola a través de la neutralización del poder del oficio obrero y del tabicamiento de los posibles lazos de solidaridad horizontal entre esta mayoría social de trabajadores. Ciertamente, en términos del precio de la hora de trabajo, los salarios de esta capa de operarios –la mejor paga del sector agropecuario– estuvieron la mayor parte de lo que va del siglo debajo de la línea de pobreza o apenas por encima de ella, induciéndolos a trabajar jornadas más prolongadas e intensas para reunir los ingresos que necesitan, bajo las formas de destajo que les ofrece el sistema del contratismo. Como resultado global, en uno de los sectores más rentables de la economía argentina a principios del siglo XXI, los costos laborales no supusieron en promedio más que un 1,5% de la facturación bruta, mientras que la distribución funcional del ingreso entre el capital y el trabajo mostraba hacia el año 2008 una fuerte disparidad, repartiendo los ingresos del 80% de las cosechas a razón de $1 para los operarios por cada 24 que quedaron en manos de la cúpula empresarial del sector. En este contexto adverso, los trabajadores se dan formas especiales de contestación con las cuales expresar sus descontentos o forzar cambios en sus condiciones de trabajo. Como hemos enumerado, la mayor parte de ellas son individuales, acotadas a su ámbito laboral o a sus localidades, y con niveles de confrontación y trascendencia social relativamente bajos. Esto no las hace del todo ineficaces, dada la pequeña escala de sus objetivos y la trama de condicionamientos en las que se insertan. Pero, a pesar de las pequeñas conquistas que puedan tejer, estas modalidades de resistencia obrera no se proponen interpelar al régimen laboral de los agronegocios como un todo, sino que se mantienen al interior del cerco de invisibilidad social que rodea al trabajo y a los trabajadores bajo este modelo económico e ideológico. De ahí que no hayan superado hasta ahora esta llamativa condición de sujetos ocultos de la agricultura pampeana, a pesar de ser la mayoría social entre los ocupados en ella, y los principales productores directos de las cosechas récord.
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